Hierbas aromatizando los aires, frutos maduros acompañando las veredas.

El padre sol aún no entrega sus rayos majestuosos, la madre tierra se prepara para recibir nuevas semillas, otoño, tiempo de preparación. Los pequeños espacios rurales de la ciudad se alegran al recibir a nuevos/as horticultores/as dispuestos/as a danzar con la luna, con el agua.

jueves, 7 de enero de 2010

"Tomata y yo"


"Velocípeda, hembra transportadora, yegua metálica de azules reflejos. Vehículo que amortigua angustias y conduce por la fantasía. Corre serena día y noche, siempre más rápida cuando el pedaleo es de regreso A veces parece que de sus alforjas brotan alas, cuando sobre las calles eleva su esqueleto. Para ella cualquier ruta se transforma en pedaleable. Sus llantas del veintiocho no vacilan frente a las piedras, ni a los adoquines, menos ante el cansancio de los últimos kilómetros que la separan del destino. A simple vista parece una bicicleta común y corriente, con neumáticos un poco más gruesos que los de costumbre para su talla, además de un canasto al frente y una silla trasera con resortes para criar a una hija despierta. Por las aceras populosas nos deslizábamos juntas al medio día. Tres cuerpos y tres almas, fluyendo por un puñado de calles, parques y escenas. Madre, hija y bicicleta. Es fiel compañera, mecánica y sigilosa. Una camella grandota, bicicleta potranca. Debajo de su actual azul metálico guarda sus colores originales, verde y rojo, como un tomate. Su alma es provinciana, como la mía. La compré en Santa Cruz a un viejo constructor de bicicletas, con unos ahorros que tenía reservados para financiar una rebelión en el Gran Santiago.

Se hizo bicicleta-mujer un verano en los caminos del recóndito Lago Budi. Fue lejos de la capital donde conoció el óxido sobre sus rayos, aquella noche que durmió junto a una carpa de ciclistas amantes, escuchando el frío oleaje en la extensa y solitaria playa de Puerto Saavedra. Aún joven, siguió herida todo el camino, en medio de menstruales espasmos intensificados con cada salto, entre piedras y pantanos. Se llenó de proezas geográficas con sus siete velocidades. Cruzó lagos, ríos, volcanes, puentes, pueblos y nostalgias pedaleando con destreza, enamorándose de cada cuesta y sus descensos.

La última ruta nocturna, ese camino angosto junto a una zanja, la hicimos tras la amarillenta luz que proyectaba una linterna de pilas agotadas. Seguir pedaleando con los ojos cerrados, círculo tras círculo, contra la oscuridad y la distancia. En ese viaje se convirtió en bicicleta-mujer-vegetal. Sus partes de acero convivieron con ramas de arrayanes y coigües. Su manubrio esquivó los arañazos de las quilas y se vistió entera de chilcas. Durmió sobre los poleos silvestres y algunas hojas se compostaron en las honduras de su canasto. Su cuerpo mineral se impregnó con la animalidad de la mujer que la conducía, sintiendo lágrimas, sangres y sudores derramándose sobre sus puños, su sillín y sus pedales. Corría esbelta, graciosa, con su aerodinámica estampa de ruedas altas, haciendo el quite a los emborrachados transeúntes de ese viernes oscureciendo. Cansada, extasiada y presa de un enamoramiento ciclístico, ni el más empinado centímetro quedó sin pedalear. En esos días nació el trance entre mis pies y sus pedales. Entre mis gluteos y su asiento de gel. Entre mis manos callosas y su manubrio curvo. Juntas como único ser, un par de ruedas y otro de humanas extremidades en movimiento. Grandes zancadas circulares impulsan al más fiel grupo de eslabones de hierro. Diente a diente, los aprendí a conocer, con los dedos engrasados que buscaban el brillo profundo de sus metales. Frenos abruptos y libertades al vuelo. Con la espalda erguida, brazos estirados, hombros atrás y la frente en soberana horizontalidad, mi cuerpo femenino y el artefacto transportador en justo equilibrio. Dos seres en carne y metal unidos, un girar de neumáticos altos, con todas mis articulaciones sincronizadas al unísono. A veces no se distinguía quien llevaba a quien, si la bicicleta a la mujer o la mujer a la bicicleta.

Al fin llegamos al último lecho, un albergue en el humilde mercado de la isla. En medio de sus llovidas maderas, la tibieza de una agüita de hierbas y la dulzura de unas empanadas de manzana cobijaron nuestra abrupta llegada ciclística.

Después de unos días, de vuelta en la ciudad, un sonido extraño comenzó a sentirse desde su rueda trasera. El gentío adivinaba nuestro arribo en cada esquina, pues gemía a lo largo de toda la cuadra. Con desquiciada impaciencia, debo confesar, que la golpeé con un talón en su eje trasero perdiendo, en un instante, el equilibrio. Otro golpe y ¡ya!, dejaba de gemir. Pensé que se burlaba de mí tras su silencio caprichoso, pues descubrí que gozaba con las cosquillas del juego en sus rodamientos. Pero Tomata reclamaba de hambre o sed, no lo supe con certeza. Un día de noviembre, soltó sin explicación todo el aire de sus neumáticos, negándose a todas las manos y pruebas para echarla a andar. Supe que no se trataba de una embustera bicicleta. La llevé junto a aquel hombre capaz de comprender a todos los seres mecánicos, quien nos salió a buscar a medio camino, montado en su elegante bicicleta de negro y plata. Traía consigo una bomba de aire, parches, válvulas y soluciones. Tomata se portaba quisquillosa, él inflaba su cámara recién reparada y de inmediato suspiraba todo el oxígeno. Una y otra vez, como si quisiera llamar totalmente su atención. Supuse que no quería que esas masculinas manos dejaran de acariciarla y luego de muchos intentos, la olvidamos un buen rato, apoyada junto al tronco de un árbol. Su válvula quedó conectada toda la tarde al bombín. Mientras la pareja de conductores pedaleantes, conversaban echados sobre el pasto. No dejó de observarnos reír a carcajadas, sin temor al paso de las horas, ofreciendo una de sus ruedas como almohada. Esperaba tranquila, entregada al efecto de las curaciones recibidas y de vez en cuando escuchábamos algunos cascabeleos de alegría que brotaban como suspiros invisibles de su campana. Relinchos que se perdían en la atmósfera de aquel parque en primavera. Avanzada la noche, pedaleamos a casa. Tomata estaba aliviada de sus dolores y en medio de los besos descubrió el inmenso equilibrio que lograba enredada al marco de esa otra bicicleta.

En la ciudad sé que ruge por movimiento y libertad cada mañana. Si la encuentras no la dejes varada en un descanso forzado, rumbo al óxido y a los seres del polvo. A Tomata le gusta ir rauda, temprano por las avenidas principales. Aunque a veces tose en los semáforos, es sensible al esmog, también a los fastidiosos tacos de autos y a la gente atrasada a su trabajo. No le gusta ser agredida por aquellas mujeres que, en el tiempo de espera con luz roja, a tientas frotan crema antiarrugas sobre sus caras. Ni por los espejos retrovisores que se hacen más anchos, en el justo momento que pretende pasar rápida entre los intersticios motorizados. Su campanilla reclama ante la injusticia de la pausa obligada. Le gusta en la mañana galopar con los rayos de sol bañando su tapabarro trasero y, por la tarde, con los arreboles del poniente alumbrando la nevada cordillera. Luminosa Tomata, cabalga sin tregua en todas las estaciones, por todos los paisajes. No la dejes varada, moriría de quietud, haciéndose vieja sin vivir, sin pedalear por todas las cumbres y costas.¡Cuánto extraño a mi bicicleta!. La busco a diario en la diáspora ciclística que circula por Santiago, sé que volverá pedaleando suave. Decidida a buscarme. Para seguir conduciendo por tantas historias más, Tomata y yo."

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