“Vuelan, vuelan las hojitas
que de los árboles caen
están llorando pobrecitas
de su suerte nadie sabe.
Una hojita está llorando
debajito de un nogal
porque han pasado sus vientos
y no ha podido jugar”
Gabriela Mistral
Una y otra vez, el
cosmos nos invita a su danza eterna por los diferentes ciclos que se expresan
en las estaciones. Recordándonos que somos parte de un todo, invitándonos a
deambular por la vida y la muerte. Nos acoge una fuerza superior que se comunica
con nuestra propia existencia, a través de los cambios ocurridos en el entorno,
en los otros reinos que comparten su vida con la experiencia humana.
Atrás ha
quedado el verano y el frío comienza a
apoderarse de la ciudad capital.
Algunos frutos de
marzo y abril aún se resisten a morir,
unos tomates han quedado colgados de las ramas y sus semillas se preparan a dormir durante las
estaciones frías.
La tierra se cubre
de materiales secos, las hojas, los restos de paja, los tallos y cientos de
plantas agonizan para convertirse en un grueso colchón vegetal, capaz de
guardar el calor que duerme en las profundidades. Una reserva de alimento para
miles de seres que habitan entre las capas vivas del suelo.
El ritmo comienza a bajar y cada escenario por
el que caminamos nos invita al silencio, a la contemplación a la valentía que
significa navegar hacia adentro, en los misterios que se esconden en cada uno
de nosotros/as.
Asimismo, las
labores en la huerta se tornan más pausadas, si bien seguimos con el tiempo de
siembra de otoño-invierno, hay oportunidades para podar aquellas plantas que se
han debilitado con su gran crecimiento. Todo lo cual nos habla de que también
los seres humanos podemos ejercitar las podas internas, cortar con dolor
aquello que ya no nos sirve, que nos limita en nuestro crecimiento espiritual
en esta vida. Tras las heridas de esos cortes, se esconde la esperanza, hablándonos de las transformaciones, que por
muy tristes, largas y oscuras han de terminar en una verdadera renovación.
Podemos
aproximarnos así a nuevas etapas para sentirnos felices, floreciendo desde
nuestra interioridad hacia el mundo de afuera. Tal como las raíces concentran
la fuerza durante el otoño-invierno, para luego en primavera expresarse en los
brotes, en las floraciones y frutos, con toda la vitalidad que nos confirma que
somos seres luminosos, capaces de dar amor a quienes nos rodean. Capaces de
nutrir y nutrirnos.
Mientras tanto, en
la huerta seguimos con múltiples labores, acompañando a las plantas, buscando
nuevos hogares para los almácigos desesperados, cuyas raíces se escapan de los
envases que los contienen. Manos laboriosas han dedicado toda la mañana a
desenredar con profundo amor y paciencia una maraña de arvejas que han unido
sus raíces apretadamente, en un reducido espacio.
Una
a una las delicadas hebras han sido separadas y hoy las arvejas se han
trasplantado junto a una reja, donde continúan su crecimiento individual,
holgadamente, sin competir por nutrientes y espacio con sus hermanas, solo
centrándose en sí mismas y en su final tarea que es florecer y llegar a cuajar
en hermosas vainas.
Tal
como ellas, nosotros/as podemos trascender este tiempo de otoño y el próximo
invierno, centrándonos en nuestras fortalezas personales, concentrando la
energía en curar las heridas, en dejar ir aquello que nos daña, dejar que las
hojas vuelen libres, caigan de los árboles y se dejen llevar por los vientos.
Reconectémonos con la Madre Naturaleza ,
sintamos el fluir de su ritmo y dejémonos acariciar por su sabiduría.
Prontamente volveremos a florecer, tras haber vivido, desde las raíces,
aquella transformación profunda en el
alma, gracias a la oportunidad que
el otoño
nos regala año tras año.
Sofía Hernández Pérez.
Ñuñoa, otoño de
2013.